Carta del Gran Prior Cardenal Amigo con motivo de la Semana Santa

SEMANA SANTA

La Semana Santa es igual hoy que la del año en que Cristo subía a la cruz y resucitaba de entre los muertos. Muchas cosas han cambiado. Cristo y la fe en su resurrección permanecen. Habrá, sin embargo, que prestar atención a lo de los tiempos y los modos, no sea que desvirtuemos la verdad en el empeño de hacerla coincidir, nocon lo que es su identidad y esencia, sino con el afán de que se convierta en mentira con tal de que se acomode al gusto del momento y a lo relativo y fugaz de la moda. Otra cosa distinta es el lenguaje en gestos y en palabras, que ha de ser claro y asequible. Y las obras, que requieren credibilidad suficiente para que se reafirme la coherencia entre el discurso y el comportamiento. Bien que podemos comprobarlo este año de manera tan palpable en nuestras vidas.

Todos los años, al llegar Semana Santa, se repite la misma cantinela. Se oyen, los hueros discursos culturalistas buscando motivaciones extrañas a lo evidentemente sencillo. Querrá, el horizontalismo secularista, empeñarse en dejar tendidos en el suelo convencimientos y oraciones y no dejarlos subir a la trascendencia. La sacramentalidad
de lo sagrado se llamará fenomenología. Y la liturgia, ritualismo. La tradición quedará en costumbre repetida y la sinceridad religiosa en exhibición para visitantes en días devacación. Pongamos la fiesta y quitemos la fe. Pero, en esta situación particular de este año enmudecerán los discursos, arrebataremos la túnica al nazareno y vestiremos al creyente. Haremos música interior y desfile en el alma, sin olvidar la cruz, la penitencia, encaminadas a la resurrección y pascua.

La Semana Santa es algo mucho más importante que unas fechas notables en el calendario. Son días en los que se hace actualidad ininterrumpida de los misterios de nuestra fe, sobre todo de los que acontecieron en los últimos capítulos de la vida de Cristo. Sin embargo, la historia de la salvación comienza con Dios y tiene su horizonte
en un reino que no tendrá fin.

La Semana Santa, y cuanto con ella se relaciona, es filón inagotable para las investigaciones y los estudios más diversos: cultura, arte, historia, literatura, música, religiosidad. De todo ello se habla y se escribe. Ahora bien, quien justifica esa espléndida realidad de la Semana Santa no es otra cosa que el misterio de la vida y la pasión de nuestro Señor Jesucristo, la insondable verdad de su muerte y de su resurrección gloriosa, Cualquier desviación de este centro y esencialidad sería, no solo desvirtuar la realidad y quitarle su significado y esencia, sino, cuando menos, una imperdonable desconsideración con los que creemos firmemente en Jesucristo, muerto y resucitado, y veneramos con fe al Hijo de Dios.

Olvidos y recuerdos se dan cita en la misma celebración. La fe hará el discernimiento y el amor de Cristo será quien vaya guiando el camino de los hombres. Nada de lo humano puede ser ajeno para el hombre, y con que fuerza lo estamos experimentando en nuestro confinamiento. Pero entre todo lo humano, ninguna más sublime humanidad que la de nuestro Señor Jesucristo.

San Juan Pablo II, en su visita al Santo Sepulcro, daba la clave y el modo de celebrar la Semana Santa: “la tumba está vacía. Es el silencioso testigo del acontecimiento central de la historia humana: la resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Durante casi dos mil años esta tumba vacía ha atestiguado la victoria de la vida sobre la muerte. Con los Apóstoles y los Evangelistas, con la Iglesia de todo tiempo y lugar, también nosotros proclamamos: Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él”. (26-3-2000). Y este año lo cantamos con mas intensidad aún, con lágrimas en los ojos: Tus heridas Señor nos han curado, o como diría el Papa Francisco: “Dios es más grande de la nada, y basta sólo una luz encendida para vencer la más oscura de las noches”.

Cardenal Carlos Amigo Vallejo
Arzobispo E. de Sevilla
Gran Prior de la Lugartenencia de España Occidental
Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén