Carta del Gran Prior Cardenal Amigo: «Encantamientos del Viernes Santo»

ENCANTAMIENTOS DEL VIERNES SANTO

Casi al final, cuando los caballeros del Grial gustaban el desconsuelo, se abren sus ojos a la belleza del rocío sobre las flores, las lágrimas por el pecado y la sangre del Salvador. Es el encantamiento del Viernes Santo, según la famosa ópera Parsifal, en la que Wagner recoge antiguas leyendas sobre el Cáliz sagrado de la Última Cena y la lanza que atravesó el costado de Cristo.

Embeleso del Viernes Santo es el misterio. Realidad profunda, inagotable, Imposible de abarcar de tanta abundancia de luz como desprende. Este día no es para cerrar los ojos, sino para ver lo desbordado de un amor inmenso, el de Cristo, puesto como rescate para liberar de la muerte y de los pecados. Encantamiento, este del misterio religioso, que nada tiene que ver con maleficios y hechicerías.

La cruz es el más imprescindible y fascinante encantamiento del Viernes Santo. Pero, de pasión, dolor y muerte, que ni nos hablen. ¿Es hermosa la muerte? No puede ser de otra manera. Es como la apoteosis de la vida. Pero, hablar de la dignidad de la muerte parece un tanto absurdo. Lo digno está en la vida. Ayudar a vivir y en las mejores Condiciones posibles. La salida, ante una situación límite, no es el abandono de la persona a su suerte, sin ponerse a su lado. Por eso, es muy triste que una persona tenga que morir haciendo una especie de alegato sobre la inutilidad de los remedios, de incapacidad para ayudarle en ese momento de la vida que puede ser la muerte. Me voy, puede decir el enfermo, porque sois incapaces de hacerme vivir como persona. La mal llamada muerte asistida es la declaración del fracaso de la asistencia. No se puede llegar a la muerte con la amargura del fracaso, sino con el consuelo de la esperanza. Es que la muerte forma parte de nuestra vida.

La tarde del Viernes Santo está llena de paz. Es el premio a las tareas cumplidas. No se trata de batallas ganadas, sino de la justicia restablecida. La paz no puede quedar en un buen resultado al final de la contienda, más bien ha de ser el primer escalón para subir cualquier cima a la que se quiera llegar. En la cumbre del Calvario está la cruz vacía: ¡Ha triunfado la paz! Encantamiento que colma de serenidad, que llama a la contemplación del vacío del madero y de
la presencia del Crucificado.

En el sabor de la paz se encuentra siempre ese gusto tan propio de la armonía entre el deseo y la posibilidad de alcanzarlo. Los fundamentalistas piensan que el camino es la imposición rígida del propio convencimiento. El relativismo lo vacía todo de contenido, ya que no tiene asentamientos que ofrecer. Al final, lo que está en juego no son simples ideas, sino una valoración de la persona, del hombre, como lo primero en la consideración y la importancia. Los dos extremos, integrismo absoluto y relativización sin límites, descuartizan una auténtica
antropología, necesitada del dialogo entre las distintas ciencias, sin olvidar la teología.

Como si de un paroxismo extremo se tratara, el velo del Templo se rasgó desde arriba hasta abajo. Era toda una señal: había llegado el tiempo nuevo en el que comenzaba su andadura un pueblo también nuevo, el que nacía de la misma herida que la lanza causara en el costado de Cristo. Santa es la fuente de donde procede la Iglesia. También el pueblo que la compone, que ha sido muy limpiado y pulido por el agua y por la sangre que manaba de la llaga de Cristo, señales del bautismo y de la penitencia.

Encantamiento del Viernes Santo es ese pueblo de Dios, la Iglesia, hecho con la debilidad de los hombres y la fuerza del amor de Dios. Un pueblo que no vive de la nostalgia del pasado ni tiene miedo al futuro. Camina por este mundo entre dificultades y bien que las mastica este año 2020, y las bendiciones de Dios. No impone por la fuerza ideas y compromisos. Sino que ofrece la doctrina y forma moral de conducta marcada por el Evangelio. Ni la Iglesia está encerrada en sí misma, ni vive para sí misma, ni está envejecida, ni como dice Benedicto XVI, permanece
inmóvil. En una convención internacional sobre la salud, le preguntaron al representante de la Santa Sede: ¿A cuántas sacristías representa usted? A cerca de 140.000 centros sanitarios de la Iglesia católica, en los que se trata de prevenir y de curar las enfermedades, y bien probado queda en estos momentos de pandemia mundial. La Iglesia no permanece inactiva.

Como no podía ser de otra manera, el mayor embeleso del Viernes Santo es Cristo, el Hijo de Dios, el Crucificado. En él se cebaron las injusticias de unos que se llamaban justos, y que buscaban poco menos que una «ética de consenso» para poder condenarlo. Lo pusieron como un caso extremo de blasfemia. Hicieron una encuesta selectiva, como la de Pilatos en la plaza. Los que no estaban de acuerdo fueron considerados como retrógrados e hipócritas. El asunto se
lleva a los notables y la ley de la condena se aprueba. Jesús, el justo, muere. Y coronado de espinas.

Como en Parsifal, la ópera de Wagner, al final se produce la adoración del Misterio. Es la respuesta al encantamiento ocasionado por la maravillosa grandeza que se ha contemplado, y la esperanza de que florezcan las espinas de la corona. Por algo se quiso llamar, a este tiempo de Resurrección, «pascua florida». Y con el Papa Francisco diremos en la meditación del Viernes Santo: “La cruz de Cristo no es una derrota, es amor”.

Cardenal Carlos Amigo Vallejo
Arzobispo E. de Sevilla
Gran Prior de la Lugartenencia de España Occidental
Orden de Caballería del Santo Sepulcro de Jerusalén